sábado, 2 de abril de 2016

¡Qué bien funciona la escuela!

¿Qué sensación ha provocado en ti el título de este texto?¿Estarías de acuerdo con él o en desacuerdo?¿Lo firmarías tú?¿Te imaginas a ti realizando tal afirmación en tu propio centro?¿En una reunión de amigas y amigos?¿Ante unos padres?
Lo cierto es que a pesar de que ahora sea un deporte nacional hablar mal de la escuela, la escuela ha funcionado bien históricamente dadas las expectativas que había depositadas en ellas, que eran, básicamente, la formación y la selección. Por un lado, la escuela debía preparar a los menores para la entrada en la vida adulta mediante la adquisición de una serie de conocimientos atesorados y apreciados por la sociedad: la alfabetización, el gusto artístico, el conocimiento matemático o científico-tecnológico, etc., eran cuestiones que se adquirían de manera fundamental en la escuela o quedaban, sin remedio, fuera del acceso del individuo.
Por otro lado, la escuela ha sido la gran agencia de selección de personal. Antes de que llegaran los departamentos de recursos humanos para cribar a los mejores candidatos para un puesto de trabajo, la escuela ya organizaba a todos los individuos en un ranking competitivo a partir de la superación de cientos de pruebas de evaluación realizadas a lo largo de todo el sistema educativo. Hablamos aquí, obviamente, de eficacia en los procesos de selección pero no de justicia pues el sistema es fundamentalmente injusto en beneficio de quienes más tienen y en perjuicio de quienes tienen menos o peor.
Sin embargo, desde la popularización de Internet la escuela no posee ya el privilegio de la formación ni tampoco la superación de exámenes se estima como una evidencia necesaria del mérito o el conocimiento. Si existe la voluntad de aprender, Internet representa – como estableció Jordi Adell hace algunos años – una biblioteca, una imprenta y un canal de comunicación para dar salida a tus deseos; si estás interesado en aprender (o hacer) algo, es probable que exista ya una comunidad de aprendizaje y práctica en la cual puedes desarrollar tus intereses, satisfacer tus necesidades y demostrar tus conocimientos y competencias sin pasar por la escuela.
¿Significa esto el fin de la escuela? Francamente, no lo creo pero sí implica una revisión en profundidad de su esencia. Hasta hace pocos años la escuela era un espacio centrado en los docentes y en su conocimiento (o en el libro y sus contenidos, como quieras verlo). Sin embargo, la nueva realidad llama a una reconstrucción de la escuela, centrada en los aprendices y su actividad, conectada a nodos de donde puedan tomar información que después es tratada con la ayuda de sus docentes y en compañía y cooperación con sus compañeros y compañeras.
En este sentido, Mizuko Ito llama nuestra atención hacia tres verbos que se retroalimentan: pertenecer, participar y contribuir. ¿Pertenece la escuela realmente a los aprendices?¿Y forman los aprendices realmente parte de la escuela o es para ellas un espacio extraño?¿Está la escuela realmente abierta a su participación?¿Creamos oportunidades de aprendizaje en las cuales los aprendices tengan que contribuir con su trabajo y su conocimiento para la resolución de problemas o retos relevantes? Estas son las preguntas que tendremos que responder si en los próximos años realmente queremos que la escuela siga teniendo un papel que jugar en la formación de los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI.
Obviamente, el paso siguiente es plantearnos qué somos como docentes ante este cambio en profundidad. Si el objetivo fundamental de la escuela ya no es la transmisión de la información, ¿qué papel jugamos los docentes?¿Podemos seguir glosando el libro de texto como si nada hubiera cambiado a nuestro alrededor?¿Hasta cuándo aguantará el engaño al que nos sometemos a nosotros mismos pensando que aprender es superar nuestros exámenes cuando en realidad en nuestros estudiantes no se produce ningún cambio significativo ni perdurable a pesar de nuestros suspensos o aprobados?
Tomando como inspiración las palabras de Francesc Ferrer i Guardia necesitamos educadores “capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; personas cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestas siempre a aceptar lo mejor, dichosas por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida”.
Este texto ha sido publicado en el periódico Escuela, num. 4091 (323) y tomado del blog Fernando Trujillo.

1 comentario:

  1. Interesante:Obviamente, el paso siguiente es plantearnos qué somos como docentes ante este cambio en profundidad. Si el objetivo fundamental de la escuela ya no es la transmisión de la información, ¿qué papel jugamos los docentes?¿Podemos seguir glosando el libro de texto como si nada hubiera cambiado a nuestro alrededor?¿Hasta cuándo aguantará el engaño al que nos sometemos a nosotros mismos pensando que aprender es superar nuestros exámenes cuando en realidad en nuestros estudiantes no se produce ningún cambio significativo ni perdurable a pesar de nuestros suspensos o aprobados?

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