Ser maestro
Tengo una amiga maestra y un amigo maestro. Y de la misma manera
que a mí me preguntan por mi trabajo, yo me
intereso por el suyo.
Tienen la confianza para hablarme con tranquilidad de los
nuevos
padres y de los niños a los que cuidan durante muchas horas al
día.
Cuidan, enseñan, miman, estimulan, animan, explican, iluminan,
civilizan,
distraen, recrean, ilustran, forman y enredan. Muchos verbos.
Me quedo
corto. No sólo empollan las sumas, las restas y los
afluentes; también
les hablan de la vida, les aclaran dudas y
les sacan de atolladeros
familiares. Además de saltar entre cartulinas
y moverse entre el laberinto de
sillas, les hablan y les sonríen, se
disfrazan y repiten, les cultivan y
bromean.
Son buenos amigos, también son buenos
profesores.
Qué suerte, ¿verdad?
Porque yo recuerdo a don Francisco y su “esto lo hago con la punta de
la po..a” cuando le enseñé un dibujo en clase de pretecnología y, cuaren-
ta años
después, no he olvidado aquella sentencia cipotuda. Me salvó la
EGB don Melchor con su templanza y su forma de educar
pausada y comprensiva. Ese fue mi maestro.
Por mis amigos he sabido que hay una
generación de padres que tiene
más faltas de ortografía que sus hijos, que
amenazan al final de la clase
si sus hijos no van bien, que hay niños que son
más felices en el aula, que
enseñar es agotador, que decaen, que falta presupuesto,
que son demasiados recortes en la pública,
que tienen muchos
problemas, que las carencias en clase son tremendas…
He visto también cómo mi amiga
fruncía el ceño cuando no podía
más con las presiones y se quedaba agotada en
la cena, pero también
cómo al día siguiente venía hablando de tal niño que
había hecho un
avance o de tal niña que había saltado orgullosa con la
respuesta
acertada y se ofrecía en un abrazo. Mi amiga maestra se iluminaba al
contarme la jornada a pesar de todo. Salía la maestra feliz,
satis-
fecha de sus niños e hinchada de alegría. Se jactaba de los
progresos y se olvidaba de sus problemas.
Raúl Bermejo, en su libro Ser maestro, cuenta
muchas anécdotas
y da claves sobre la enseñanza. No destriparé el libro, mejor
leerlo.
Pero recuerdo cuando me habló de una historia feliz.
Una pequeña suele ir a clase con
llamativas diademas de flores. Una
mañana se la dejó a un amiguito. Y el niño se puso feliz su tiara.
El resto rió. Se rió
de él. La típica mofa del mariquita. Raúl no explicó
nada. No montó en cólera,
ni dio razonamientos a los chiquillos. Apareció
en clase con una rotunda
diadema y estuvo toda la mañana así, con la testa
rapada y coronada de margaritas.
Aquello fue un ejemplo que cómo
un maestro puede dar la vuelta a un problema.
Una lección eficaz en la
educación en valores en edades tempranas. El respeto.
“¿Cómo acabó?”, le pregunté a Raúl.
“Ni yo me di
cuenta de que llevaba corona hasta que acabó el día”,
me dijo. Esa es la monarquía en la que creo. La de los
maestros que
recordarás siempre.
FUENTE: EL ESPAÑOL... EL ESPAÑOL
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